En cierta parte, todo es justificable y relativo.
Hablaba hoy con más mesura y templanza con mi costado más reacio a la resignación. Contemplaba como mi parte más soñadora diseñaba en un momento; artefactos de ficción verbal y complejas ingenierías motivacionales para sustentar algo tan simple como es el instinto de supervivencia. Y su presencia en cada vez que nuestros pasos dan un paso.
El instinto de supervivencia es la verdadera razón que sin razón alguna conduce en mayor medida nuestras decisiones. Instinto traducido en miedo al hablar en público, temor al rechazo social que nos distancia de forma parte de un conjunto. Aversión a la ausencia de afección o necesidad de la misma, que se traslada a una notificación, una mención, un mensaje, o un simple comentario. “Necesito que me digan que me quieren” Una atracción hacia una mitad que empotre con tus referencias de un sexo opuesto que se atrae. Caderas amplias que sean más cómodas en el alumbramiento o brazos suficientemente fuertes que garanticen la caza, recolección y el alimento.
El control, poder, egoísmo y miedo. Atracción y rechazo. Fuerza y seguridad. Tamizado por una evolución en la empleabilidad de los recursos se traducirá en la sociedad y su círculo y andar. Estandartes que aflorarán de mayor o menor medida pero que coexisten con cada una de nuestras decisiones.
Y valiéndome de prestamismos de esta ciencia, acudo a la noción de valor añadido: En términos económicos, el valor agregado es el valor adicional que adquieren los bienes y servicios al ser transformados durante el proceso productivo. En otras palabras, el valor económico que un determinado proceso productivo adiciona al ya plasmado en las materias primas utilizadas en la producción.
Discurriendo con lo que el mundo me permite ver de él, intento entender cuál es ese valor añadido que hemos de ser capaces de dar o añadir.
Desde mi punto de existencia considero que al nacer, nos convertimos en una materia prima que pasa a formar parte del proceso productivo de la sociedad en la que el azar nos permitió caer- como seres razonables- y que durante todo el ciclo de nuestra vida útil, entramos a formar parte de ese funcionamiento que simplemente por el mero hecho de existir, ya disponemos de una finalidad. Y mejor aún. Una capacidad de elegir la cuantía y la calidad del valor añadido que otorgaremos a ese ciclo productivo. Tienes la capacidad de crear o destruir. Si no es así, es que naciste planta y sólo necesitas que te rieguen y tomar el sol.
¿De qué manera daremos valor al mundo que contempla nuestro paso? ¿Cuál es el modo de hacer que tal secuencia , gracias a cada uno de nosotros, pueda aumentar las garantías de su consecución?
Un invento, una propuesta, un shock, un cambio, una mejora, un planteamiento, una alternativa. O mejor aún: una vacuna, un invento, una fórmula, un discurso, un mensaje, un mandato o una cura. Un servicio, una emoción provocada. Todo sirve siempre que sume a largo plazo y sean validaciones que aumentan nuestro valor añadido en el mundo. Pero cada vez deberemos de partir con la intención de responder tal cuestión.
¿Cómo he sumado?
Nacer por nacer no sirve. Vivir por hacer algo, nos hace hacer aún más grandes los cuellos de botella. Aguardar nuestra propia supervivencia al margen de una finalidad conjunta será preservar el individualismo, que retrocederá aún más ese fin estable y continuo. Estar aquí por estar te aleja de toda capacidad de aumento.
Y en contadas ocasiones nos es fácil confundir el instinto de supervivencia que llevamos dentro, con aquello que realmente podemos aportar y crear sinergias positivas en nuestro entorno. No será lo mismo dar y recibir que para.
Ten por seguro que un individualista es quien más necesita demostrar que no necesita de nada, y ello confiere la más pura de las expresiones de necesidad. Mostrar a los demás, ya es dar. En este caso, un mensaje. Aunque sea de necesidad.
Manuel Alonso La Rosa Camacho